Lo que está ocurriendo en los Estados Unidos no tiene precedentes. Un punto de no retorno en la crisis de la ya en pedazos democracia sistémica, lo que puede allanar el camino para nuevos peligros incluso en el corto plazo.
Ayer, en uno de los momentos más importantes y solemnes del rito democrático (la ratificación de la elección del nuevo presidente), el mundo vio al Congreso de los Estados Unidos ceder ante la irrupción en el edificio de grupos de personas bajo las órdenes del ex presidente Trump que estaban allí reunidas de a unos miles. La horda de palurdos que ocupó el Capitolio por algunas horas no fue algo que se le fue de las manos al cabecilla de los retrógrados que todavía está en la Casa Blanca: por el contrario, fue preparado e incitado por él, arengando en la manifestación “Save America” de las horas previas con palabras rencorosas y vengativas. Trump es el responsable directo de las acciones de sus partidarios. Desembocó en una acción torpe pero no por ello menos peligrosa por lo que indica, en tanto expresión de un golpismo democrático fascista-supremacista. Todos atributos pertenecientes al presidente saliente y a sus bases: los rasgos fascistas y orgánicamente racistas conviven con la reivindicación de la democracia decadente de la que son parte y de la que se erigen como defensores. Si las urnas no les dan la razón, están dispuestas a tomarla y en cualquier caso jamás admitirán la derrota. Están convencidos de la superioridad de sus desvalores y extraen fuerza del hecho de que aquellos radican en la historia de los Estados Unidos y en una consistente y aguerrida porción de su sociedad en disgregación. Esta última no coincide, naturalmente, con el conjunto del electorado republicano ni tampoco nació con la presidencia de Trump o desaparecerá luego de la misma.
Por una combinación de factores, que pueden ir de la connivencia a la inutilidad, la reacción de las fuerzas del orden y de la política no fue, al principio, ni rápida ni contundente frente a la magnitud también simbólica de los acontecimientos. Incluso el presidente legítimamente electo, Joe Biden, le pasó la pelota a Trump en su primer discurso, pidiéndole un llamado de atención a su gente pero sin hacer demasiados llamamientos a la propia, la que lo ha votado exactamente contra la altanería de su predecesor.
La situación no es prometedora ni segura para las personas comunes mejor intencionadas, quienes demostraron con su voto –incluso en las horas inmediatamente precedentes a los acontecimientos, durante las cuales se confirmó la mayoría demócrata en el Senado gracias a su victoria electoral en el estado de Georgia– querer dar vuelta la página por lo menos respecto a los abominables cuatro años de Trump. Pero en este punto ello no está garantizado en el fondo por las instituciones democráticas. La posibilidad de conquistar el respeto del voto de las mayorías y, sobre todo, de defender la vivibilidad, fuera del marco de violencia injuriosa y armada que caracteriza a Trump y a sus secuaces, dependerá de la radicalización y movilización de las personas con voluntad de mejoramiento.
07/01/21
Barbara Spampinato